Por Nelson Lombana Silva
Despertó después de las ocho de la mañana cuando el sol radiante entraba por la claraboya acariciando su rostro cadavérico, Daniel se dispuso a levantarse. Dejó a un lado la pequeña manta oscura y después de estirarse y bostezar se incorporó, sentándose en el borde del pequeño camastro. El ruido estridente de los obreros preparando la herramienta para labrar la tierra, entre risas y bromas, se filtraba por las hendiduras del pequeño cuarto. “¿Qué hay de Daniel?”, preguntó su padre al entrar a la cocina cargado de comida fresca para el almuerzo. Era un hombre alto y acuerpado de mirada montaraz. Sofía sonrió. Era una mujer menudita de piel trigueña y ojos de gaviota. “Debe estar en media noche”, dijo.
Arturo, vació el costal y sacudiéndolo en el centro de la pequeña cocina, miró a su mujer con cierta ironía. “Es navidad”, dijo. Acomodando los frescos productos: Yuca, arracacha, plátano y fríjol verde, Sofía también sonrió. “A la final – dijo – son vacaciones”. El marido no contestó. Giró sobre su cuerpo alejándose por el largo y estrecho corredor, cantando una canción navideña.
Daniel que había escuchado la conversación, saltó con agilidad y saliendo corrió a saludar a su padre con un beso en la mejilla, luego se trasladó a la cocina y abrazando a su madre la besó varias veces en la frente. “Mamá, es navidad”, dijo con alegría.
Era delgadito. Al decir de sus amigos parecía un fideo ambulante. Estudioso estaba a punto de terminar la secundaria. Soñaba con estudiar periodismo. En los pocos ratos de ocio, sobre todo en las tardes, solía sentarse a hablar con su padre, sometiéndolo a intensos interrogatorios, imaginando siempre que estaba entrevistando un personaje. Disfrutaba la lectura. “El mejor regalo para mí es un libro”, solía decir.
Una tarde, soleada por cierto, sentados en la llanta de camión, bajo el frondoso pino, don Arturo decidió invertir la torta y someter a su hijo a un intenso interrogatorio. El sol moría en el ocaso y la bóveda celeste permanecía libre de nubes. Sofía, sentada en el butaco del corredor de madera, miraba extasiada la forma taciturna como las aves subían al gallinero.
¿Por qué lees tanto, hijo? Fue la primera pregunta que don Arturo le formuló a quemarropa. Daniel sonrió. Se acomodó recostando su espalda sobre el grueso y frondoso árbol. “Leer es dialogar con personas eruditas sobre temas bien argumentados”, contestó sin ambages. “¿Para qué se lee?” “Leemos para aprender, vivir y encontrarle sentido a la vida. Quien no lee es como un ciego, una persona que no sabe de dónde viene, qué hace y para dónde va. Es un ser que solamente vive por vivir” ¿Pero, se dice que la lectura es una práctica de frustrados?” “La ignorancia es atrevida. Eso me han dicho. Me angustia esa opinión, pero es el fiel reflejo del analfabetismo que cunde en el pueblo que no ha tenido la oportunidad de ir a estudiar”. “¿Por física pereza?” “No necesariamente. El pueblo no tiene la culpa, es víctima de quien gobierna, que no quiere que el pueblo sea feliz, se eduque y piense por sí mismo. Es la cruda realidad”. “¿Qué hay que leer?” “Todo texto tiene su gracia, su importancia y su valor. Dice el apóstol San Pablo: “Leerlo todo, retened lo bueno”. El texto educa, forma, anima, divierte, humaniza. No hay libro malo, hay malos lectores”. “¿Hay un método para leer?” “No. Hay muchos métodos. Yo diría que infinidad. Lo que pasa es que la ceguera de la pereza nos impide desarrollar en la práctica estos métodos. No miramos la lectura como creación, sino como imposición. Leo por necesidad, cuando se debería leer por placer, por curiosidad, por querer saber qué hay en cada texto. Qué nos dice. Y sobre todo: Qué me sirve en la formación individual y colectiva. Esa es la razón de la lectura: Poder vivir y convivir”.
Daniel se incorporó para ver cruzar la bandada de torcazas con destino al dormitorio. Una verdadera melodía inundó el ambiente. Don Arturo, inspirado en su agudo interrogatorio insistió. “¿Cómo dimensionarías la lectura?” “Que sea la última pregunta, por favor. Sonrió, al contestar: “Un ejemplo sería más elocuente: Una persona que no lee solo vive el tiempo cronológico. La persona que lee vive miles y miles de años. Los vive feliz y muere feliz, porque puede decir con el poeta chileno Pablo Neruda: “Confieso que he vivido”.
Don Arturo se incorporó satisfecho. La firmeza de su hijo lo animaba. No tenía estudio, ni dimensionaba la importancia de éste. Sin embargo, lo animaba el entusiasmo de su hijo por saber. Después de dar muchos tumbos había llegado a la conclusión que la mejor herencia que se le puede dejar a los hijos, es el estudio. El saber nadie se lo quita. Y ese saber, está en los libros.
Fin
Daniel que había escuchado la conversación, saltó con agilidad y saliendo corrió a saludar a su padre con un beso en la mejilla, luego se trasladó a la cocina y abrazando a su madre la besó varias veces en la frente. “Mamá, es navidad”, dijo con alegría.
Era delgadito. Al decir de sus amigos parecía un fideo ambulante. Estudioso estaba a punto de terminar la secundaria. Soñaba con estudiar periodismo. En los pocos ratos de ocio, sobre todo en las tardes, solía sentarse a hablar con su padre, sometiéndolo a intensos interrogatorios, imaginando siempre que estaba entrevistando un personaje. Disfrutaba la lectura. “El mejor regalo para mí es un libro”, solía decir.
Una tarde, soleada por cierto, sentados en la llanta de camión, bajo el frondoso pino, don Arturo decidió invertir la torta y someter a su hijo a un intenso interrogatorio. El sol moría en el ocaso y la bóveda celeste permanecía libre de nubes. Sofía, sentada en el butaco del corredor de madera, miraba extasiada la forma taciturna como las aves subían al gallinero.
¿Por qué lees tanto, hijo? Fue la primera pregunta que don Arturo le formuló a quemarropa. Daniel sonrió. Se acomodó recostando su espalda sobre el grueso y frondoso árbol. “Leer es dialogar con personas eruditas sobre temas bien argumentados”, contestó sin ambages. “¿Para qué se lee?” “Leemos para aprender, vivir y encontrarle sentido a la vida. Quien no lee es como un ciego, una persona que no sabe de dónde viene, qué hace y para dónde va. Es un ser que solamente vive por vivir” ¿Pero, se dice que la lectura es una práctica de frustrados?” “La ignorancia es atrevida. Eso me han dicho. Me angustia esa opinión, pero es el fiel reflejo del analfabetismo que cunde en el pueblo que no ha tenido la oportunidad de ir a estudiar”. “¿Por física pereza?” “No necesariamente. El pueblo no tiene la culpa, es víctima de quien gobierna, que no quiere que el pueblo sea feliz, se eduque y piense por sí mismo. Es la cruda realidad”. “¿Qué hay que leer?” “Todo texto tiene su gracia, su importancia y su valor. Dice el apóstol San Pablo: “Leerlo todo, retened lo bueno”. El texto educa, forma, anima, divierte, humaniza. No hay libro malo, hay malos lectores”. “¿Hay un método para leer?” “No. Hay muchos métodos. Yo diría que infinidad. Lo que pasa es que la ceguera de la pereza nos impide desarrollar en la práctica estos métodos. No miramos la lectura como creación, sino como imposición. Leo por necesidad, cuando se debería leer por placer, por curiosidad, por querer saber qué hay en cada texto. Qué nos dice. Y sobre todo: Qué me sirve en la formación individual y colectiva. Esa es la razón de la lectura: Poder vivir y convivir”.
Daniel se incorporó para ver cruzar la bandada de torcazas con destino al dormitorio. Una verdadera melodía inundó el ambiente. Don Arturo, inspirado en su agudo interrogatorio insistió. “¿Cómo dimensionarías la lectura?” “Que sea la última pregunta, por favor. Sonrió, al contestar: “Un ejemplo sería más elocuente: Una persona que no lee solo vive el tiempo cronológico. La persona que lee vive miles y miles de años. Los vive feliz y muere feliz, porque puede decir con el poeta chileno Pablo Neruda: “Confieso que he vivido”.
Don Arturo se incorporó satisfecho. La firmeza de su hijo lo animaba. No tenía estudio, ni dimensionaba la importancia de éste. Sin embargo, lo animaba el entusiasmo de su hijo por saber. Después de dar muchos tumbos había llegado a la conclusión que la mejor herencia que se le puede dejar a los hijos, es el estudio. El saber nadie se lo quita. Y ese saber, está en los libros.
Fin
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