sábado, 22 de enero de 2022

La cárcel más infame del mundo


 Por: Luz Marina López Espinosa

   No es populista ni infundada  la calificación. Se la ha ganado en franca lid en un mundo donde  a través de  las grandes productoras de televisión nos hemos podido enterar  casi en vivo y en directo de la abisal crueldad  a la que puede llegar el ser humano. Son esos documentales -verdaderos “realitys”, sobre las prisiones más tenebrosas del mundo. Claro que hay que reconocerlo, en ellos nunca ha aparecido Guantánamo. Pero es que en Guantánamo no se pueden hacer documentales; ni entrevistas, ni filmaciones. Pero sí: tiene bien ganado el título, uno que deshonra a la nación que hace méritos para ello. Como lo afirmó Stephanie Savell, codirectora del Costs of War Project una investigación de la Universidad de Brown que suministró insumos a la ONG de derechos humanos Human Rights Watch (HRW) para el Informe que hizo sobre el aberrante historial -prontuario- de  esa prisión en sus veinte años de existencia: “Es un fracaso moral de proporciones épicas, una mancha en el historial de derechos humanos del país, un error estratégico y una horrenda perpetuación de la islamofobia y el racismo”.


   Guantánamo es una Base Naval instalada por los  Estados Unidos en la bahía del mismo nombre en territorio indiscutidamente cubano en el marco de la invasión  a este país  -¿nos son familiares estas palabras?- con ocasión de la guerra que sostenía con España entonces potencia imperial, en 1898. Independizada Cuba de España en 1902, la base siguió allí invocando ahora la Enmienda Platt. Pero siendo insostenible esta razón, Estados Unidos nueva potencia imperial y militar, presionó en 1904 a la naciente república  a firmar   un contrato de arriendo “a perpetuidad” de la base, cosa que  repugna cualquier criterio y precepto jurídico, y que Cuba con razón  rechaza. Tal la base la “legitimidad” de la ocupación norteamericana de ese  territorio cubano.

   Y con motivo de los atentados del 11 de septiembre del 2001 y la histérica e histriónica “guerra contra el terrorismo” declarada por el presidente norteamericano George W. Bush, el 11 de enero de 2002 convirtió la Base Naval en prisión militar de alta seguridad entronizándola como símbolo de esa guerra que como todas las declaradas y llevadas a cabo por esa metrópoli, prometía  ganarían. Entre otras, por una  demoledora razón: “porque Dios está con nosototros”. ¡Vaya pelea tan desigual!  De ello se están cumpliendo veinte años en estos días.

   El propósito específico de  establecer esa prisión era recluir allí a todo sospechoso de ser Yihadista, militante de Al Qaeda, o Talibán. Ello, ajeno a cualquier prueba o procedimiento judicial, a todo el que por su religión -sobre todo ésto- aunado a su nacionalidad y convicciones ideológicas, se le pudiera endilgar algún tipo de responsabilidad así sea sólo moral por el 11 de septiembre. Y es que Bush lo dijo claramente ante el mundo: “En esta guerra, el que no está con nosotros, está contra nosotros”. Tal el lenguaje despótico de los imperios. Y había que ver, cómo los Estados que giraban en su órbita, entre más clientelares más, salieron alborozados a apoyar esas palabras. Consecuencia de esta decisión, 800 personas han pasado por allí. Todos fatalmente musulmanes, lo que evidencia un caso escandaloso de islamofobia que no ha merecido reproche de ninguno de los organismos internacionales cuyo mandato primero es combatir el racismo y el odio por razones culturales o religiosas. Y casi todos esos presos, naturales de países invadidos o a lo menos bombardeados por los Estados Unidos: Afganistán, Irak, Siria y Yemen. Y pakistaníes. Pero el problema, y el oprobio -la prisión más infame del mudo recordemos-, no es por el hecho de que una base militar se haya convertido en cárcel. Ni porque ella se destine a recluir terroristas.

   La mancilla de Guantánamo comienza con el hecho de que las capturas -ilegales bajo cualquier parámetro jurídico universal, en realidad secuestros- se hacen por fuera de cualquier procedimiento  judicial o investigación policial autorizada. Son cacerías a instancia de particulares y mercenarios que atendían la oferta del gobierno norteamericano  de pagar cinco mil dólares por cada “terrorista” entregado.   Y claro, voluntarios para ganarse esa alta suma en países sumidos en el hambre y la miseria por cuenta de la guerra que los mismos Estados Unidos les hacían -Irak, Siria, Libia, Afganistán-, sobraban. Bastaba señalarle el escogido -enemigo político, personal o rival de clan, qué mejor oportunidad- al ejército ocupante o a sus lacayos nacionales.  Y cuándo la víctima reparaba en su situación, ya estaba en Guantánamo graduado de terrorista y responsable de los ataques del 11- S.

   Lo anterior ya es demasiado. Sin embargo, era sólo el comienzo. La categoría de vergüenza  y mancha que Guantánamo  significa para la historia de los Estados Unidos,  la dan otras circunstancias. El tiempo juez implacable, ya mostró el balance de esos veinte años. De ochocientos recluidos, sólo han sido condenados nueve, con sentencias aún inciertas. Otros nueve han muerto en prisión. Diez y siete detenidos eran menores de edad, habiéndose suicidado uno de ellos. Los cinco supuestamente responsables del ataque llevan muchos años presos sin ser juzgados.  Ahmed Ghailan, único preso juzgado en territorio de  los Estados Unidos y por la justicia civil, no militar, fue absuelto de 284 de los 285 cargos que se le hicieron, incluido el de terrorismo. El autor del engendro carcelario, el presidente Bush, tuvo que liberar o transferir a cárceles de otros países a 540 presos; Barack Obama a 200, y Trump a uno. ¿Por qué? ¿Por humanitarismo? No. Porque eran inocentes. Hoy sólo hay en Guantánamo 39 presos. Pero ese reducido número no le quita ni la quitará a esa prisión el baldón de haberse hecho acreedora  a la incriminación que es título de esta nota.    

   Pero falta más. Y ese más es mucho peor. Ya por tirios y troyanos admitido, incluyendo el propio gobierno norteamericano, el Congreso, la ONU y todas las organizaciones de derechos humanos que  han estudiado el tema y pásmese Ud. cosa insólita, a la corte militar que condenó a un prisionero,  la tortura, las tácticas más extremas y perversas de causar dolor, ha sido  el procedimiento “judicial”  que se ha surtido con los cautivos de Guantánamo. La forma como han cobrado los atentados del 11-S a presuntos responsables, y a inocentes. Documentándose que las confesiones conseguidas como gran trofeo judicial, todas, han sido con base en la tortura. La monumental  gravedad de esta constatación para una nación que se reclama adalid de los derechos humanos y del estado de derecho, arrogándose la facultad de ser su juez y policía certificando o no  países según la conducta que a su juicio tengan en esta materia, es tanto mayor cuanto fue una política de Estado. Es decir, adoptada  conscientemente por el presidente Busch  para ser ejecutada por la CIA en todos los países del mundo donde fuese necesario, y por los militares en el terreno. Inclusive, se le adjudicó oficialmente nombre: “Técnicas de interrogatorio mejoradas”. Cínico y burlesco eufemismo para una sola verdad que se quería y asumía, mas no su nombre: tortura.   Si ese Estado llegó al extremo de contratar a dos sicólogos, James E. Mitchell y Bruce Jessen, para diseñar e instruir a la CIA en las más sofisticadas técnicas de tortura: ahogamiento, privación del sueño, ruido ensordecedor durante 24 horas, encierro por días en diminutos cuartos sin luz ni comunicación con el exterior, extremos frío y calor e introducción de objetos por el recto. Para salvar el honor de la profesión, la Asociación de Psicólogos de los Estados Unidos repudió la conducta de Mitchell y Jessen y los excluyó del gremio.
 
   Por eso Guantánamo es una más -después de Hiroshima, Nagasaki, Corea, Vietnam, Camboya, Irak, Afganistán  y casi todas las naciones de América Latina no se puede decir  “la que más”- demostración del desprecio de los Estados Unidos por los más caros  valores de la civilización, y de  la degradación a la que puede llegar cuando  invoca como un santo y seña que todo lo permite y dispensa, “los intereses de esta gran nación”. Es el “fracaso moral de proporciones épicas” de que habla el Informe de HRW.  

   Y ¿cuál es el entrampamiento que la cárcel de Guantánamo significa para el sistema judicial y político de los Estados Unidos? ¿Por qué paradójicamente este sistema quedó preso de Guantánamo? Ese es que los Estados Unidos no pueden aplicar sus leyes ni su Constitución a los presos de Guantánamo. Porque si lo hicieren, todos serían absueltos según su severo sistema judicial. No hay pruebas. Sólo confesiones…. y éstas -la reina de las pruebas-… fueron obtenidas a base de torturas, lo cual  esa institucionalidad repudia. Luego todos serían declarados inocentes. Vergüenza mayor después de veinte años y como único fruto palpable y podrido de “la guerra contra el terrorismo”. Por eso mismo el presidente que creó esa cárcel y los tres que lo han sucedido, han jurado en todos los tonos cerrarla. Y ninguno ha cumplido. ¿Qué hacer con  esos prisioneros?

   De ahí la grosera y torpe razón que el presidente G. W. Bush aventuró pretendiendo responder al reclamo general de por qué esos cautivos no tenían proceso, ni estaban a cargo de los jueces y cortes que ordenan las leyes del país, no gozaban del derecho de defensa ni de garantías procesales, permaneciendo por décadas en  un limbo jurídico donde no rige la constitución norteamericana, la Declaración Universal de DD.HH., el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos ni los Convenios de Ginebra. Dijo que lo que pasaba es que esos presos eran “Combatientes enemigos ilegales”. Categoría inexistente en el derecho nacional e internacional, y que según Bush -no explicó cómo ni por qué-, permitía las aberraciones denunciadas. Algo similar a las “Técnicas de interrogatorio mejoradas”.

   Esos son los Estados Unidos. Tener la cárcel más infame del mundo -en territorio ilegalmente ocupado a otra nación que admiten no les pertenece-, es consistente con la hipocresía de su discurso sobre los derechos humanos y sobre “esta gran nación” como campeona de la justicia y la libertad en el mundo. De ello hablan también el horror de Abu Ghraib, el bombardeo de Faluya con fósforo blanco, el secuestro del colombiano  Alex Saab bajo cargos de un delito inexistente en el mundo -incluido los Estados Unidos-, “testaferro de Nicolás Maduro”, por fungir como diplomático de un gobierno legítimo, y el atroz encarcelamiento que lleva quince años ya del comandante guerrillero colombiano Ricardo Palmera  el legendario “Simón Trinidad”,  porque las FARC, en una operación militar en la que él no participó, capturó a cuatro mercenarios norteamericanos cuando estaban en actividades ídem en zonas de combate.

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