domingo, 20 de noviembre de 2016

Julieta, una niña en la selva

“Y dónde está la derrota
Y dónde están los vencidos
Si en este bosque de sombras
nuestro Sol aún no ha salido”.
Carlos Lugo




Luz Marina López Espinosa
                           

    El haber compartido en un campamento guerrillero en los Llanos del Yarí fue  experiencia de riqueza excepcional. Allí confirmé algo que ya me era sabido, la mística y el deseo de conocimiento que acompañan a esa abigarrada tropa de muchachos, muchachas y curtidos comandantes llegados a la guerra no por un prurito belicoso o esa aberración del alma que les atribuye la violenta clase dominante, sino por una convicción nacida de ancestrales injusticias, cuyo tratamiento por parte de sus beneficiarios no ha sido otro que la represión. Situación ésa que inclusive puede no haber afectado a muchos de quienes tomaron el camino de la rebelión, lo que más habla de su decisión como gesto de solidaridad y sacrificio. La revolución es el mayor acto de amor dijo el Che.


    Estar sintonizados con la música, la literatura, el deporte y las reflexiones sobre “el estado del arte” del mundo, tanto el inmediato como el definitivamente ajeno, son parte del día a día de la guerrillerada. Que da la razón al lúcido análisis que alguien hiciera sobre las causas del triunfo del No en el plebiscito que refrendaría el acuerdo de paz suscrito  entre el gobierno y esta insurgencia: cincuenta años gobernantes y  militares de todos los pelambres, cada día a través de los medios de comunicación a su alcance –que los eran todos-, negándole a la guerrilla no sólo cualquier entidad moral o política sino su misma condición humana, no permitió que en unos pocos meses de campaña se desactivara ese chip de odio y antipatía implantado en la mente del común, impidiéndole ver la vibrante humanidad de ese otro que de camuflado y fusil afrontaba las vicisitudes de  desigual guerra donde fuera cual fuere la suerte que en ella llevara, ya lo hacía su primera víctima.


    Vimos entonces cómo esa sintonía con el universo de lo humano se manifestaba en acciones como el afecto que prodigaban a sus mascotas que de silvestres se transmutaban en domésticas casi racionales respondiendo al cariño recibido, o en la curia con la que construían rústicas  repisas en sus caletas donde junto a mínimos efectos personales como el infaltable cepillo de dientes, un uniforme que parecía  sacado de la lavandería y unas prendas interiores cuidadosamente dobladas, era común encontrar un juego de ajedrez,  libros de poesía, un sencillo retablo con la desteñida foto de los padres, o un tratado de cuestiones políticas y militares.


    Fueron muchas las escenas de ese día a día guerrillero que los visitantes observamos, en medio de una gran disciplina aunque ya distensionado el ambiente al halarse la organización  ad portas de desmovilizarse para convertirse en fuerza política. Escenas que no obstante responder a una  cotidianidad espontánea, resultaban ricas metáforas de la existencia, como si se tratara de la obra de un escritor que entre el drama y la tragedia hubiera escrito la comedia de la vida. Así, vimos arribar a esos remotos y casi inaccesibles territorios a una distinguida pareja de edad madura, proveniente  de  la ciudad de Neiva, que hizo la travesía  para después de doce años encontrarse con su hijo el comandante de Frente. Tiempo ese sin verlo, sabiendo de él sólo por ocasionales reportes de sus  acciones  militares en la prensa de la ciudad acompañados de  los “correspondientes” calificativos, lo que mucho los angustiaba por el peligro que comportaban para el resto de la familia. El encuentro se dio emotivo, teatral y feliz.


    Una pareja guerrillera vive su duro trasegar con la pequeña Julieta de nueve años, que con sus mascotas, un perro y un cerdito, lleva una vida de niña trashumante pero  feliz en el más azaroso de los mundos. Uno donde la frontera entre la vida y la muerte es una línea indivisa que en cualquier instante desaparece. Julieta me insistía que por qué no me quedaba con ellos, y cuando le dije que no podía porque tenía esposo y debía volver a casa porque si no él se iba, me respondió con una naturalidad y sabiduría nacidas de vivirlo cotidianamente: “No importa; mi papá cada nada también se va, pero siempre  vuelve al campamento”. Y es que el padre de Julieta era un guerrillero y  por sus obligaciones militares se ausentaba del hogar campamentario.


    Y en las noches infinitamente estrelladas del Yarí donde el resto es selva y ríos, pensando en los arrumes de discursos y partes militares gastados en implantar en el imaginario colectivo ese chip de renegados de la humanidad, producía una grata inefable sensación ver a tantos muchachos coreando las canciones de Carlos Lugo, el dirigente estudiantil al que el Estado sacó de las aulas y recluyó tres años y medio en una sórdida prisión con excusa de una militancia guerrillera que no tenía, cobrándole su accionar en el movimiento estudiantil que en el 2011 derrotó la reforma estudiantil que quería imponer el presidente Santos. El mismo insólito futuro Premio Nobel de la Paz. Y era bello ver a esos presuntos desheredados de la especie, entonar  como propios los versos que rabioso acompañaba con la guitarra el poeta cantor:  
                           

          Y pueden hacer mil caverna
     Y mantenerme escondid
 Mi canto es ave viajera
           Que en las nubes hace nido. 

        Soy como la mala hierba
            Que crece por los caminos
            Y así me corten cien veces
                                                         Vuelvo y crezco sin permiso.                                          


    Pero habría de llegar el día  de la partida. Entonces, al momento de la despedida, Julieta me abrazó mientras me decía: Yo no quiero la Paz. Ante tan sorprendentes  palabras en una amorosa niña, lo inmediato fue preguntarle la razón. Porque entonces tú también vuelves a tu casa  y no te veo más.



Alianza de Medios por la Paz

Crónicas del Yarí (2)

Bogotá, noviembre 20 de 2016

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