Con el inicio del siglo XX aparece en la escena una nueva clase social: el proletariado, la moderna clase de trabajadores asalariados, que al empezar a tomar conciencia de su ser, se liga con otros sectores sociales, especialmente con el campesinado pobre. Sus ideas de avanzada permean a los labriegos, y éstos dan inicio a una lucha por la tierra que venía aplazada del siglo XIX.
En los años 20 del siglo XX se da inicio a una formidable e imparable lucha por el derecho a la tierra y se comienzan a formar las primeras ligas campesinas. La llegada al poder de la clase de los modernos burgueses (esencialmente industriales, comerciantes y banqueros) reemplazando en el comando del Estado a los viejos latifundistas, que lo ejercieron desde mediados del siglo anterior, fija la necesidad de comenzar a resolver el problema de la tierra. Y es en ese nuevo escenario en el que aparece la Ley 200 de 1936, o ley de reforma agraria. La que a decir verdad no resuelve el problema, sino que es simple paño de agua tibia.
La burguesía, temerosa de los avances del fascismo en el mundo –y su peligro en Colombia– echa a andar la llamada Revolución en Marcha, apoyándose en los trabajadores del campo y la ciudad, en sus organizaciones gremiales y política, y tiene que hacerles concesiones, en aplicación de la política trazada desde el imperio, el New Deal (nuevo trato o consenso) y en ese marco se inserta la ley de reforma agraria.
“El liberalismo en la oposición, siempre proclama de estas tres palabras: libertad, igualdad, fraternidad, pero llegado al poder las cambia por estas tres, categóricas: infantería, caballería, artillería” –escribió el viejo Carlos Marx en su ‘18 Brumario de Luis Bonaparte’– y fue lo que pasó en esta patria. Apresado el presidente López Pumarejo en 1944 en Pasto, tras el intento del golpe de estado, que se frustró por la acción de la clase obrera y el campesinado organizados, enfiló su bayoneta contra sus defensores. Además de imponer restricciones al derecho de huelga y paro, de establecer mayores requilorios a los sindicatos, impone la ley 100 de 1944 (ley de contra-reforma agraria) que desanda el camino avanzado y hace retornar las relaciones del campo a épocas premodernas, precapitalistas, y restablece el modelo feudal, incluyendo la ampliación exagerada de los plazos para la prescripción del dominio y los contratos de aparcería, con modelo incluso desde el ministerio de Agricultura, para satisfacer a los ganaderos de Fedegán, los “agricultores” de la SAC y a los empresarios –ligados al latifundio– agrupados en la APEN, antecesora de la ANDI.
Por presiones de la misma burguesía el presidente encargado –tras la dimisión de López Pumarejo, el señor Alberto Lleras Camargo– desata la más feroz represión contra el movimiento sindical con la masacre y destrucción de la poderosa Fedenal (que agrupaba a todos los trabajadores del transporte y actividades vinculadas), con el estólido argumento de que “no iba a permitir la existencia de dos gobiernos: uno en Bogotá y el otro en el Río Magdalena”. Lo que le es castigado a esa burguesía liberal, que dividida pierde el poder en 1946, y asciende de nuevo al comando del Estado el partido godo, iniciándose la más feroz arremetida contra la oposición, la izquierda, la clase obrera y el campesino, y las conquistas democráticas; desembocando en una dictadura, primero civil y luego militar, y desencadenándose la más atroz violencia, que se imbrica con el actual conflicto armado.
La política que se impone, “a sangre y fuego”, incendia los campos y ciudades, y en las zonas agrarias se nutre con el despojo y la confiscación a bala, machete e indendios, generando además de una nueva acumulación, el desplazamiento masivo del campesinado a las ciudades. Se pierden los avances democráticos en el tema de tierras, y se impone la orientación de la primera Misión Lauchin Currie, que llega al país, por esas épocas, traído justamente por el presidente Opina Pérez.
Pero como se acabó el papel, tocará hacer una tercera entrega.
No hay comentarios:
Publicar un comentario