Gabriel Ángel
La soledad de quienes adversan el Acuerdo Final de La Habana quedó de manifiesto. Sus caras largas, sus marchas mendicantes en busca de apoyo inspiraban lástima.
Y se firmó el Acuerdo Final de La Habana, esta vez en serio, sin posibilidad de que alguna de las partes se eche para atrás. Es definitivo, y, por encima de los opositores de todos los calibres, ya nada puede detener los efectos de lo acordado. La lucha armada de las FARC ha terminado, en adelante nuestra única arma será la palabra, sentenció con energía Timo. Y así será.
La única aspiración nostálgica de que se pueda revertir lo firmado consiste en un triunfo del No el 2 de octubre. Pero es evidente que el triunfo del Sí será arrollador. Colombia no tiene vocación suicida, sólo un desquiciado podría pretender que las grandes mayorías del país desprecien semejante oportunidad histórica. La guerra no va más, el entusiasmo generalizado lo confirma.
Fue lo que se respiró en todos los rincones de la patria la tarde del 26 de septiembre. La soledad de quienes adversan el Acuerdo Final de La Habana quedó de manifiesto. Sus caras largas, sus marchas mendicantes en busca de apoyo inspiraban lástima. Nunca antes en la historia de Colombia la voluntad abrumadora de su pueblo dejó tan aislado a alguien.
Lo palpamos allí, sentados en la novena y décima hileras del público invitado por la Presidencia, un lugar a todas luces inadecuado para la delegación de las FARC, adonde nos fue señalado ubicarnos por los organizadores del evento. Detalle revelador acerca del trato de tercera que el gobierno quiso conferir a las FARC la tarde de la solemne firma. Lo tuvimos claro.
Siempre hemos sabido de qué manera nos mira el Establecimiento, pese a su aparente cordialidad. Sabemos muy bien que nuestra importancia no deriva en ningún caso de la posición en que quieran ubicarnos. Desde que Timo leyó el título de su discurso, la aclamación general del público bastó a nuestros anfitriones para saber quiénes eran las verdaderas figuras.
Me atrevo a asegurar que nadie en este país comprendió tan bien el significado del acto que se cumplía la tarde del 26 en Cartagena, como las guerrilleras y guerrilleros presentes. Lo sé por lo que pasaba por mi mente. Una infinidad de pensamientos y sentimientos encontrados. Para eso era que habían quedado los mejores treinta años de mi vida en las montañas.
Se lo habíamos oído decir tantas veces a Jacobo Arenas, Manuel Marulanda, Alfonso Cano y demás gigantes de nuestra lucha. La solución política al grave conflicto que padece el país fue siempre una de las banderas fundamentales de las FARC. Ahora estaba ante nuestros ojos, que seguían viendo, a diferencia de tantas y tantos que murieron para que esto fuera posible.
Recordé el día en que ingresé a las FARC. El abrazo que di a mi esposa, a quien engañé pretextando un viaje de trabajo, sintiendo que quizás no volveríamos a vernos más. La forma en que abracé a mi niña de año y medio de nacida, y la tristeza que vi en sus ojos capaces de leer que algo trágico se avecinaba. La perplejidad y el dolor que causé a mamá y al resto de mi familia.
Mis primeros pasos en la noche en la Sierra Nevada de Santa Marta, y a Mario, el mando de la compañía en que fui acogido arriba de Mariangola, en el Cesar, quien me enseñó pacientemente cómo se debía marchar cuando los ojos no veían absolutamente nada. Le oí decir una vez que el Ejército no lo mataría nunca, era un viejo lobo guerrillero y sabía bien de lo que era capaz.
Años después me enteré de su caída en una emboscada. Nadie tuvo en filas jamás garantizada su sobrevivencia en medio de la guerra. Los que presenciábamos el acto, vestidos por primera vez en forma elegantísima, los que lo estaban viendo en el Yarí en pantalla gigante, o en todo el país por la televisión, éramos privilegiados que ganamos quizás por qué la apuesta a la muerte.
Sabía que algo extraordinario, un acontecimiento trascendental de repercusiones inimaginables, se estaba desarrollando ante mis ojos. El escenario, con todo y la pompa que quisieron imprimirle, me pareció más del viejo país que comenzaba su agonía. La tarima en que se instaló y clausuró la Décima Conferencia en el Yarí, siendo de las FARC, lo superaba en todo.
De eso puede dar fe la marejada de prensa internacional y nacional que acudió en masa hasta el lejano paraje a las puertas de la selva. Algo, como una bocanada de viento fresco, estaba emergiendo en la política nacional con la potencialidad de transformarlo todo. Habían pretendido impedirlo con 52 años de guerra despiadada. Pero ahora estaba allí, en Cartagena, ante todos.
Reconocido y aplaudido por la comunidad internacional. Conducido por un espectacular montaje de seguridad de la Policía Nacional, cuyos integrantes no pudieron mostrarse más amables y atentos con nosotros. Antes de comenzar el acto, el Presidente Santos ingresó a la sala donde esperábamos y a uno tras otro y otra nos estrechó la mano sonriente. Otra Colombia nacía.
Quizás la palabra que más escuchábamos era bienvenidos. Recuerdo las conversaciones que oí a la gente sentada en la hilera trasera a la nuestra. Mírenlos, son como nosotros, decentes, tratables, nada de lo que nos decían. Alguno exclamaba con asombro, oyendo hablar a nuestro comandante en jefe, escuchen, se expresa como un político, con qué propiedad habla.
Era obvio que se trataba de simpatizantes del gobierno, que acudían como invitados a ejercer de comité de aplausos. Fueron los más aterrados con el paso rasante del Kafir. Una estupidez que dice del magro humor de los asesores que recomendaron incluir ese detalle intimidante, en medio de tal contexto, de niños que cantaban a la paz y con tanto personaje extranjero importante.
Vi en sus rostros el miedo, la tez palpitante de terror en algunas mujeres, mientras preguntaban temblorosas si esos aviones sonaban siempre así. Dijimos sonrientes que sí, y que cuando dejaban caer las bombas eran más ruidosos aún. Un coro de voces emocionadas nos felicitó entonces por nuestra decisión de salir de la selva y de la guerra. Sus ojos delataban la admiración que sentían.
Pastor había hecho la observación de que el día anterior había habido maniobras de aviones de guerra sobre la ciudad. Pensamos que hacían parte del despliegue de seguridad, cuando en realidad era el ensayo de lo que hicieron. En el momento pensé en una traición de última hora, lo vivimos tantas veces, pero me incliné porque debía tratarse de una torpe exhibición.
Muy propia del viejo país del que hablo. La niña que dejé en casa corrió a Cartagena en cuanto supo de mi presencia. Se consiguió el permiso para entrevistarnos. Y abracé entonces esa hermosa mujer, madre de la nietita que en sus fotos se parece a ella cuando la dejé. Me proporcionó la dicha esquiva de ver a mi hija planchándome con infinito amor el traje que luciría en el acto.
Tantos años de felicidad perdida se erguían ante mí con asombrosa novedad. Te quiero mucho, papá, me repitió muchas veces. Al despedirse me rogó entre lágrimas cuidarme para que no fueran a matarme. No quería perderme ahora. Le aseguré que eso no sucedería. Un nuevo país nacía ante nuestros ojos. Lo habíamos conquistado con tantos años de dolor y angustias.
Cartagena de Indias, 27 de septiembre de 2016.
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